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El apóstol Pablo nos invita a aprender a esperar que Dios termine de aclarar las cosas al fin de los tiempos y no anticiparnos a juzgar a nadie. Un texto que se pone en el lugar de una ama de casa, un hijo o hija, un padre y un nieto o nieta. Mensaje basado en 1 Co 4,1-5

Estimadas hermanas,

Estimados hermanos,

El apóstol Pablo nos invita a aprender a esperar que Dios termine de aclarar las cosas al fin de los tiempos y no anticiparnos a juzgar a nadie sino esperar que Dios nos muestre cómo son realmente las cosas. Sea esta exhortación motivo de justicia y paz entre nosotros, Amén.

El tiempo pasa, los hijos crecen, la familia cambia. Uno se pasa la vida… para los demás. Quien se pasa la vida ocupándose de la familia sabe lo que es esto. Dejar tantas veces de hacer cosas que uno quisiera poder hacer para atender a los demás, especialmente, a los que uno más quiere, a la propia familia. Es más, pareciera que como uno tiene esta tendencia a estar siempre para ayudar a los demás entonces siempre hay alguien más que pide ayuda o alguien más que siempre necesita algo más de uno. Uno lo puede decir, lo puede pensar, lo puede sentir, pero en el fondo, en ese momento en que nos podemos sentar un momento para tomar un mate o simplemente descansar, leer algún mensaje en el celular o al fin poder leer la revista de la iglesia o las lecturas diarias, estas cosas nos hacen pensar. A veces, uno puede empezar la mañana y hacerlo antes de empezar con el trajín cotidiano, pero no siempre se puede. A veces, nos ganan los demás y el “maaaaaa, ¿dónde está el…?” o simplemente, nos puede la responsabilidad de saber que si no los despertamos, si no nos ocupamos de preparar las cosas a tiempo, después no llegan con lo que tienen que hacer. Llevamos esto adentro, como que fuimos educados para esto y lo fuimos haciendo así y no podemos hacer otra cosa, o hacer algo distinto. Es más, hasta diríamos que nos gusta. Aunque, a veces, nos cansa. A veces, pensamos cuándo van a crecer, cuándo van a encontrar las cosas solos, cuándo van a terminar de entender que uno también tiene una vida, que ellos también tienen que hacer su camino. Uno, de todos modos, siempre está para ellos. Esto es más fuerte que uno. 

El tiempo pasa, mis viejos están cada vez más grandes. Todo lo que soy se los debo a ellos. Pienso. También a la escuela, la iglesia, los amigos, la sociedad en la que vivo. Mi familia es como el nido en el que me fui criando. Mi vieja siempre me ayudó con todo. Mi viejo siempre se dedicó a que no nos falte nada. Mis viejos, siempre laburando en casa y afuera. Me pasan muchas cosas cuando pienso en ellos. Me hubiera gustado que hubieran vivido más tranquilos, que hubiésemos tenido más tiempo para estar juntos. Me hubiera gustado que ellos puedan disfrutar más. Recuerdo pocos momentos conversando entre todos juntos. Al mismo tiempo, pienso en esos momentos en que los viejos nos decían vengan compartamos un rato y nosotros, los hijos, estábamos siempre con otras cosas “más importantes”. Siempre tuve la sensación de que había muchas cosas que ellos no iban a entender nunca. No sé por qué. Las conversaciones que teníamos con mis amigos no se las podía contar a mis viejos porque sentía que eso no tenía nada que ver con ellos, que les iba a tener que explicar todo, que me iban a preguntar y que les iba a tener que decir y contar y no tenía ganas. No lo hacía de malo, era que solo quería tener un espacio para mi. Ahora de más grande los extraño más, me pasa lo mismo con mis hijos. Un poco ahora que no se puede extraño esos momentos y cuando hubiera podido no lo supe aprovechar, pero tanto ellos como yo éramos otras personas y no sé si hubiéramos podido hablar de la misma manera que ahora. Ahora ellos, cuando llaman, hablamos más de los nietos que de nosotros. Está bien, también. Es una manera de hablar de la gente que queremos y de cómo estamos. 

El tiempo pasa, mis hijos ya son grandes, ya tengo nietos. Mi mujer se encargó siempre de la casa y de los chicos. De mi también, si soy honesto. Siempre tuve la casa y la ropa limpia y la comida hecha cuando llegué a casa. Yo siempre sabía a qué hora salía, nunca a qué hora volvía. Ellos en casa ya sabían que era así. Los fines de semana cuando los chicos eran chicos había que arreglar la casa, cuando eran más grandes había que hacer algo extra para pagar los estudios y algún gasto de salud que siempre hubo, ahora de grande mis hijos ya no están en casa. Mis hijos nunca fueron de hablar mucho conmigo. Yo tampoco con ellos, y si me tocaba hablar con ellos era para poner orden. Capaz eso tampoco ayudó mucho. Me doy cuenta que ellos con la madres son mucho más cariñosos. Capaz está bien también, pero un poco lo siento, me hubiera gustado tener otra relación con ellos. Con el varón hablamos un poco más, pero mi mujer siempre me adelanta que él me quiere hablar porque primero habla siempre con la madre. Yo no soy de hablar mucho. En el trabajo tampoco. Siempre estoy pensando en lo que tengo que hacer y lo que queda por hacer y cómo hacer con todo. No aprendí a pensar en las cosas que me gustan, en las cosas que quiero, en las cosas que me hacen bien, en las cosas que me gustaría poder cambiar. Es como que pensar en esas cosas era raro. Más bien aprendí que mi función era hacer que las cosas funcionen y que funcionen bien, como corresponde. Ahora, de grande, no sé si hice bien. Lo que sé es que hice lo mejor que supe y pude para que mi familia siempre tenga lo mejor. 

El tiempo pasa y me doy cuenta que mis papás y mis abuelos no entienden nada. Yo los quiero un montón, pero me cuesta mucho entender lo que dicen. A veces, hago como que entiendo y no pregunto nada para que no se pongan mal, pero en realidad no sé qué quieren decir con todo lo que dicen. A veces, siento que hablan raro o parece otro idioma. Yo hablo con mis amigos, un par de amigos de la escuela, y varios amigos de internet, con los que jugamos y nos divertimos casi todos los días. Yo siento que mis papás siempre están de mal humor. Si les pregunto algo me dicen que no. Que no pueden ahora, que después hablamos, que me fije bien que voy a hacer, y ni siquiera escuchan lo que les quiero decir. Mis abuelos, si les pregunto algo, no se quieren meter. No sé si entienden lo que yo les digo, siempre me parece que no. Yo sé que ellos me quieren mucho, mis papás creo que también, pero siempre quieren hacer un montón de cosas. Cuando discuten es porque quieren hacer cosas distintas o porque no se ponen de acuerdo cómo hacer con la plata. Yo me pongo música y subo el volúmen. No me gusta escucharlos cuando se ponen así. A veces, me da ganas de trabajar y ganar mi plata para no ser un gasto, o prestarles mi plata para que no discutan más. Siempre me regalan cosas que me gustan o cosas que les pido pero si estoy triste me encierro en mi pieza y lloro solo. No están para darme un abrazo. A veces, solamente necesito un abrazo. 

El tiempo pasa. El apóstol Pablo lo sabe. El tiempo cambia la forma de pensar de todos. Nunca podemos decir algo que uno diga bueno esto es así y va a ser siempre así. Nuestra sabiduría humana es limitada. Estamos destinados a equivocarnos pero también tenemos la fe, la esperanza y el amor para aprender a manejar las relaciones entre nosotros. El amor nos ayuda a ser responsables y cuidarnos cuando hablamos entre nosotros. La fe nos ayuda a confiar en los demás, especialmente, en la gente que más queremos. La esperanza nos ayuda a creer y esperar que si nos tratamos con amor las cosas van a ir cambiando para bien. 

Esto es algo que Pablo mismo también les recomienda a la comunidad en Corinto, y esto vale para nuestras familias en nuestros días más que nunca. Las palabras cuando son juicios no son de Dios. Las palabras siempre son testigos de un tiempo, de cómo estamos viviendo y de cómo nos sentimos en ese tiempo. Nos hemos arrepentido muchas veces de haber dicho las cosas de determinada manera. Es un aprendizaje permanente. El apóstol Pablo nos invita a medir nuestras palabras y a abrir más nuestro corazón. No sabemos cómo van a ser realmente las cosas cuando Dios aclare todo y nos invite a vivir con él. 

La esperanza cristiana es una alerta para estar atentos a la importancia que nos damos a nosotros mismos, el valor que le damos a nuestra propia vida y cuáles son las consecuencias para los demás, especialmente, las personas que están más cerca nuestro, incluso, nuestras propias familias. Este tiempo, este modo de vivir, este modo de pensar, esta forma de estar juntos, va a cambiar. Aprendamos a esperar, a escuchar y a acompañar. Los demás necesitan mucho más de nuestra escucha, nuestro tiempo y nuestra apertura que de nuestra resignación, nuestro sacrificio y nuestras órdenes. 

Dios nos hizo libres para vivir en amor entre unos y otros. No nos aferremos a los demás ni a costumbres que nos hacen mal y que le hacen mal a los demás. En muchos de los diálogos de la gente con Jesús él siempre escucha y pregunta: “¿qué necesitás que haga por vos?” Una frase tan sencilla como respetuosa que abre todo un mundo de posibilidades para conversar y para trabajar juntos con la otra persona. 

Dios bendiga nuestras familias y nuestro tiempo juntos para crecer juntos sin necesidad de imponernos más obligaciones de lo que Dios nos pide y sin juzgar qué es lo que los demás necesitan o qué es lo que tienen que hacer. Abrazados a la fe en Dios recibamos con esperanza al Emmanuel que viene a poner fin a este tiempo para inaugurar una nueva forma de convivir en amor y de ayudarnos crecer, tratándonos bien entre todos. Amén

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